LEY MORAL
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    El concepto de ley se identifica a veces con el de Mandamientos o con el Decálogo, pero no es correcto hacerlo así. Los israelitas daban a la Torah, a la Ley, una significación más general, que era la voluntad creacional de Dios y la elección mesiánica del pueblo.
    La ley se manifestaba en la voluntad divina convertida en conjunto de manda­tos o prescripciones. Y esa voluntad, que se hallaba extendida en diversidad de comunicaciones, era sagrada y básica en la historia del Pueblo. Había sido comunicada solemnemente a Moisés en el Monte de Sinaí y simbólicamente había sido escri­ta por Yaweh en tablas de piedra.
   En la educación cristiana hay que formar la conciencia con ideas claras sobre la Ley, no en cuento norma que inhibe la libertad, sino como encuentro con Dios. Con frecuencia se alude a "ese encuentro" en los textos evangélicos que aluden a "la Ley y los Profetas". Es expresión equivalente a "Voluntad de Dios".
   De las 215 veces que aparece el térmi­no "Ley" en los 27 libros del Nuevo Testamento, 49 se hallan en los cuatro Evangelios y 17 se pone en los labios de Jesús, aludiendo a la voluntad divina expresada para el conocimiento de los hombres. Es normal entender enton­ces su mensaje de respeto y de defensa de la Ley: "No he venido a destruir la Ley y a los Profetas, sino a darles cumplimiento. Antes pasará el cielo y la tierra que deje cumplir hasta una jota o ápice de lo escrito." (Mt. 5. 17 y 16. 7)
 
    1. Ley Natural

   Entendemos ordinariamente por tal la capacidad de juicio que tiene el hombre, otorgada por dios para pensar y discernir. Hay algo puesto por el Creador en la mente que le permite descubrir espontáneamente lo que es bueno y lo que es malo. Sin esfuerzo, sabemos lo que procede de Dios y lo que por Dios será juzgado. El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, es capaz de comprender, de sentir y de respetar su propia dignidad.
   Tertuliano ya lo escribía en el siglo III: "El hombre es el único entre todos los seres animados que puede gloriarse de haber sido digno de recibir de Dios una ley. Es animal dotado de razón, capaz de comprender y de discernir, que puede regular su conducta y disponer de su libertad y de su razón, con la sumisión al que le ha entregado todo". (Marc. 2. 4).
   Todos los teólogos desde la Edad Media han resaltado la luz natural que el hombre tiene para descubrir su identidad. El grado de comprensión, y sobre todo de aceptación, no es el mismo en todos, porque todos son diferentes y libres.
   A esa ley natural llamamos "recta razón", "juicio práctico", "sentido creacional". Es propia del ser inteligente, se ejerce por la reflexión, ordena la conducta y la hace imputable al igual que el hom­bre es responsable.

 

  San Agustín recordaba que esta ley está en el corazón: "¿Dónde están inscritas estas normas sino en el libro de esa luz que se llama la Verdad? Allí está escrita toda ley justa, de allí pasa al corazón del hombre que cumple la justicia; no que ella emigre a él, sino que en él pone su impronta, a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin dejar el anillo."(Trin. 14. 21)
   Los grandes preceptos que luego aparecen en el Decálogo mosaico: no matar, no robar, no mentir, amar a los padres, hacer bien al prójimo, no cultivar malas intenciones o deseos, se hallan tan grabados en el corazón recto y sano que cualquier sospecha contraria es rechazada por la experiencia propia y por la reflexión ajena.
   En ocasiones, o para determinadas personas, aplicar esa ley natural a cada caso concreto reclama esfuerzo de reflexión, pues algunos hábitos adquiridos por determinadas culturas oscurecen la razón: venganza, aborto, conquista bélica, esclavitud de otros, homosexualidad, engaños hábi­les, discriminación racial o sexual. Estas prácticas pueden parecer normales si se analizan deter­mina­das sociedades o ambientes. Incluso pueden estar reguladas por leyes positivas ocasionales. Sin embar­go, la reflexión honesta pronto distingue lo que es abuso de lo que es costumbre. Discriminar a la mujer, aunque sea nor­mal en países mahometanos, matar a los no nacidos, aunque se practique con abundancia en países modernos, esclavizar indígenas, aunque fue usual en conquistadores desaprensivos, es malo por la violación que supone de la naturaleza humana, es decir de los derechos humanos.

    2. Ley divina

    Dios ha impreso como Creador la ley natural en sus criaturas. Pero además ha querido revelar y comunicar a los hombres determinadas verdades que llamamos misterios y determinadas normas que denominamos mandamientos. Con esas leyes divinas, Dios ha querido que los hombres regularan sus comportamientos según un modo especial y propio.
    La comunicación divina tiene su mejor expresión en el Decálogo bíblico, aunque sus preceptos de por sí son naturales.  Mas algunos pueden ser mirados como órdenes explícitas que podrían haber sido de otro tipo: la ley de santificar los sábados para los israelitas podía haberse cambiado por el respeto a los jueves; la de ofrecer sacrificios de sólo ciertos animales en el templo o de pagar diezmos y primicias para el culto podían haber sido muy diferentes. Sin embargo fueron tales como las conocemos.

   2.1. Ley antigua o mosaica

   En el Antiguo Testamento, antes de la venida de Jesús, el principio rector de la voluntad divina estuvo en los Mandatos comunicados a Moisés. Los llamamos Decálogo por el número simbólico de diez en los que se condensó su mensaje.
   Estos preceptos responden a los modos de vivir y de actuar del pueblo que Dios eligió para en que un día se encarnara en él su Hijo. No se pueden ver estas normas rectoras al margen de la acción providente de Dios, como si Israel fuera uno más de los pueblos que tuvieron sus creencias y sus prácticas morales y cultuales. Es frecuente caer en este error y considerar a Yaweh o a El como otra mitología más de las muchas que regularon la vida de los hombres primitivos: como los hinduistas tenían sus "trimurti" divina en Shiva, Visnu y Brahama o como los cananeos adoraba a Baal y los arameos a Molok.
   Israel fue un pueblo singular, elegido, depositario de una revelación. Desde una perspectiva de fe, hay que entender los conceptos dogmáticos y desde la fe hay que descubrir el significado de la moral del Antiguo Testamento.
   Este principio no es incompatible con la ciencia y la arqueología. El análisis de la cultu­ra hebrea primitiva se entiende mejor con los datos de los antropólogos o los historiadores. Pero ellos no son suficientes para entender la presencia divina en la Historia de Israel.
   La posterior interpretación cristiana de la Ley mosaica permitiría considerar la como buena, pero imperfecta; santa y espiritual pero insuficiente (Rom. 7, 12-16). Esa ley sería el camino querido por Dios para llegar a la Ley nueva, la de la plenitud en Cristo. Como diría S. Pablo sería el "pedagogo", el "sendero", el apoyo para llegar a la plenitud (Gal. 3. 24). Su misión sería preparar el Evangelio. Con palabras de San Ireneo: "La ley antigua es profecía y pedagogía de las realidades venideras" (Haer. 4. 15. 1).
   Ciertamente hace falta visión de fe para entender esto y superar el síndrome de museo que tantos biblistas poseen.
 
   2.2. La ley nueva o evangélica

   Le plenitud de la Ley vino con la pleni­tud de la revelación traída por el mismo Jesús. Entonces los seguidores del Evangelio aprendieron a llamar a Dios "Padre nuestro", descubrieron que era preciso perdonar hasta "setenta veces siete", que era un deber "amar al enemigo y al que nos hace mal".
   La Ley del Evangelio se presentó como la perfección en el mundo de la ley divina, natural y revelada. Fue Cristo, mensajero del Padre, el que llevó a la perfección esa Ley y se expresó claramente en nueva forma de pensar y de hablar. La expresión de "habéis oído que se dijo... yo os digo más" se repite con frecuencia en los labios de Jesús. (Mt. 5. 22,27,33; 5. 38; 5. 43)
   La Ley de Jesús es una ley de perfección, exigente, basada en su autoridad superior a Moisés. Exige fe para entenderla y aceptarla. Es Ley nueva y abarca a las intenciones y a las actitudes, no se queda en las acciones. Se basa en el amor no en el temor a Dios. Resalta el amor al próji­mo, que es un mandamiento "semejante al primero". Su emblema es el Sermón del Monte, como en Moisés dominaba el Monte Sinaí.
   Así lo entendió la Iglesia con S. Agustín: "El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón del Señor en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de san Mateo, encontra­rá en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida cristiana... Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana". (Serm. Dom. 1. 1).
   El símbolo de esa Ley nueva está en las llamadas Bienaventuranzas (Mt. 5. 17-19), no ya en los Mandamientos.
    Las consignas morales de Jesús eran tan diferentes de las antiguas que sor­prendían a los fariseos que no amaban a Jesús y sólo podían ser aceptados por sus seguidores, que los entendía por medio del amor: limosna, oración, el ayuno y penitencia, amor (Mt. 6. 1-6 y 16-18). Y terminaban en la plegaria sorprendente del Padrenuestro (Mt. 6. 9-13).
    Determinados modos de hablar de Jesús coincidían con doctrinas frecuentes en su entorno: la doctrina de los dos caminos: (Mt. 7. 13-14), la equivalencia en el dar y el recibir (Mt. 7. 21-27), el hacer a otros lo que se quiere que otros hagan con uno (Mt. 7. 12; Lc. 6. 31).
   Pero otros preceptos eran tan novedosos que hasta podían escandalizar a los ajenos al grupo de Jesús: el "mandato nuevo" (Jn. 13. 34), el amarse hasta la muerte, como Jesús había amado (Jn. 15. 12). La originalidad del Evangelio es tan cautivadora que bien merece tal nombre "Buen anuncio" (Eu-angello).
   Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: "La ley evangélica es llamada "Ley de amor", porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por temor; "Ley de gracia", porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; "Ley de libertad" (St. 1. 25; 2. 12), porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo "que ignora lo que hace su señor", a la de amigo de Cristo, "porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer". (Jn 15, 15), o también a la condición de hijo heredero (Gal. 4. 1 y 7. 21-31; Rom. 8. 15). (Nº 1972)

 

 

   

 

   

 

3. Alianza y Ley

  La Ley antigua implicaba una relación con Dios que se había manifestado a Abraham, a Jacob y a Moisés y reclamaba una respuesta del Pueblo. La Ley nueva, la del amor al prójimo, supuso un cambio de orientación: del temor al amor, del Dios puro del cielo al Dios humano del hermano.
   Llamamos en lenguaje bíblico Alianza o Testamento a esa relación. En la relación antigua brillaba la supremacía divina. En la relación nueva subyace el misterio de la encarnación, de la humanización de Dios. Eso abre una forma peculiar de relacionarnos con Dios y por eso los cristianos somos, o tenemos que ser, protagonistas de otro pacto, de otra Alianza, que es la que se configuró con la muerte y la resurrección de Jesús.
   En el nuevo Pacto el encuentro amoroso con Dios, que en el nuevo Testamento se presenta como Padre por boca de Jesús, lo que nos hace originales a los cristianos y lo que constituye el eje básico para la educación de la conciencia cristiana, es la confianza, el amor.
   Sin olvidar que la terminología bíblica está expresada con lenguaje propio de los tratados internacionales del Oriente antiguo, se pueden señalar varias analogías y varias originalidades.
   - En todo pacto hay dos partes igualmente beneficiadas. En el Pacto con Dios sólo el hombre resulta beneficiario de los regalos divinos. Es un pacto de benevolencia no de concordancia. Una de las partes recibe mucho más que da.
   - En los pactos antiguos había embajadores intermediarios y había negociaciones. En el Pacto del Nuevo Testamento se ahorran los inter­mediarios, al venir a firmar con su sangre el acuerdo nada me­nos que el Hijo de Dios, Dios mismo. Y no hay negociaciones sino sólo recomendaciones y divinas decisiones.
   - En los pactos antiguos sólo una parte restringida entraba en juego, un pueblo, una monarquía, un territorio. Así fue el pacto del Sinaí: Israel. En el la Nueva Alianza todos los seres humanos tienen cabida en la justificación. El mundo entero de antes y de después queda llamado a la salvación por decisión divina.
   Es interesante observar que el texto de la Antigua Alianza es largo y complejo. Tal vez fue simple y lapidario al principio. Moisés subió al monte Sinaí para recibir las leyes de Dios... y las escribió en piedras santificadas por el dedo de Dios. Posteriormente el texto se fue llenando de glosas y de explicaciones, sobre todo en la redacción del Deuteronomio. Y hasta el texto atribuido a Dios se presenta en la Biblia con una doble redacción: la primera, más breve, contiene los diez mandamientos: Ex. 20. 1-17; la segunda más amplia los explica algo: Deut. 5. 1-32. En ambos textos un abanico interminable de prescripciones se desencadena en los capítulos siguientes de los libros respectivos.
   Sin embargo, el texto de la Nueva Alianza es brevísimo: "Un solo mandamiento os doy, que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 13.34). Y tal vez la única explicación bíblica desahogada es la que Juan, o la carta atribuida a él, ofrece con desahogo: 1 Jn. 2.11 a 4.21.

   4. Ley humana

   Eco de la ley divina es la ley humana, la que da la autoridad para el gobierno de la comunidad y con el objeto de buscar y lograr el bien común.
   Santo Tomás de Aquino decía que la Ley humana es "la ordenación de la recta razón promulgada por el que gobierna la comunidad para el bien común... Es eco de la ley divina, y si no refleja el orden divino no es ley. "S. Th. 1-2. 90. 1)
   Y este criterio vale tanto para las leyes civiles que dan los gobernantes para ordenar la sociedad terrena, como la ordenación legal que hace la comunidad creyente, la Iglesia, para conseguir sus fines específicos.

   4.1. Las leyes civiles

   Son ordenaciones racionales en busca del bien de la colectividad. Si las leyes se hacen por coacción o imposición caprichosa del gobernante, entonces no son leyes auténticas, sino opresión o abuso de autoridad. Tal sucede cuando el objeto es malo (muerte, explotación, discriminaciones). Entonces no solo no son obligatorias, sino que lo obligado es no cumplirlas. Y lo mismo acontece si solo pretenden beneficios particulares.
   Sea la autoridad tradicional y hereditaria (monarquía), sea excepcional para evitar un mal mayor radicado en el desorden social (dictadura), sea fruto de consenso libre por los que forman la comunidad (democracia), tiene derecho y deber de gobernar con justicia y con dignidad.
  Las deci­siones de la autoridad, dadas de forma personal (Decretos) o dadas de forma orgánica (leyes parlamentarias) esa ordenación para el bien común es una expresión de la voluntad de Dios y evidentemente resultan de obligado cum­plimiento en conciencia.
   La anarquía, o rechazo de toda autoridad, es una actitud antinatural. Y la negación de la ley y de su fuerza moral es un contrasentido.

 

   4.2. Leyes eclesiásticas.

   También las sociedades religiosas, los grupos, las comunidades, la Iglesia, tienen derecho y deber de dictar leyes o normas obligatorias para todos los miem­bros que las constituyen.
   Este principio es válido para todo grupo religioso por el principio general que afecta a todo grupo humano: partidos  políticos, sociedades culturales o entida­des deportivas. Pero en lo referente a la dimensión espiritual, por afectar a la dimensión más trascendente del hombre, hay un significado de fe particu­lar que hace las normas religio­sas de una naturaleza singular.
   Por eso las leyes de la Iglesia, los mandamientos de la Iglesia, por un motivo especial tienen una consideración particular. En cuanto entidad religiosa huma­na puede poseer sus propias normas y debe exigir siempre que todos las respeten, no que las cumplan si no son miem­bros o creyentes en su identidad o misión en la tierra.
   Pero también es conveniente recordar, aunque no imponer a los no creyentes, que la Iglesia de Jesús, la cristiana, ofrece un rasgo singular. Jesús quiso una comunidad de sus seguidores con una autoridad, una jerarquía, depositaria de un "magisterio", de un poder de gobernar, enseñar y santificar. En función de la delegación del mismo poder del Señor, la Iglesia tiene especial deber de legislar para el bien espiritual e incluso material de sus seguidores.
  Jesús se lo dejó transferido: "Como mi Padre me envió a mi, así yo os envió a vosotros"... (Mt. 28.19). "Tu eres Pedro y sobre esta piedra construiré mi Iglesia... Lo que atares en la tierra, atado quedará en el cielo y lo que desatares en la tierra, desatado quedará en el cielo". (Mt.  16.18)
   La ley eclesiástica no solo puede versar sobre aspectos pura­men­te religiosos: doctrinas, normas morales, plegarias y relaciones espirituales y en esos terrenos vincula la con­cien­cia de los miembros por sí mis­ma. También puede extenderse a aquellos rasgos o campos en los que indirecta o directamente se relacionan hay relación con los religioso. En ellos también tiene la comu­nidad creyente el deber de establecer sus propios modos de comportamiento y los cauces para que sus miembros vivan según la voluntad de Dios.

5. Educar para la Ley

   El poder legislador de la Iglesia debe ser un centro de atención preferente a la hora de formar rectamente las conciencias de los seguidores de Jesús.
   Pero la formación ética de las personas exige claridad de ideas y rectitud de comportamiento respecto a las leyes y a su cumplimiento
   En doble aspecto debe darse esa formación.
     - En el orden de los criterios, asumiendo que la ley natural o positiva, civil o religiosa, particular o universal, es expresión de la voluntad, creacional o revelacional, de Dios.
   Si no hay criterios sanos, difícilmente se puede vivir conforme al orden. La ley se mira entonces como obstáculo a la libertad y se trata de eludirla en la medida en que la astucia, la suerte o la desfachatez permiten hacerlo.
     - Pero además hay que educar en la ley desde la experiencia, es decir desde el cumplimiento de cada día.
         + Hay que despertar interés por conocer su existencia, su alcance y sus exigencias para la propia persona.
         + Hay que enseñar a interpretarla y juzgar su alcance con honestidad y con sentido de obediencia
         + Hay que crear hábitos justos de cumplimiento aprecio a la materialidad de la ley, es decir actitud de legalidad.
         + Pero hay que invitar a penetrarse del espíritu de la ley, que es más importante que el texto o la redacción literal, huyendo por igual del materialismo legalista y del relativismo moral.